El terror

Han pasado 20 años ya, y parece que fue ayer. Recuerdo perfectamente qué estaba haciendo el 11 de marzo de 2004. Recuerdo qué hice a lo largo del día, cuántas personas me llamaron, cuántos SMS recibí. Recuerdo incluso alguna conversación que tuve por la tarde, después de ir a entrenar. Recuerdo la tensión, la tristeza, el dolor. Supongo que casi todo el mundo recuerda lo que hizo el 11 de marzo de 2004.

Algo similar me pasa con el 11 de septiembre de 2001. Recuerdo cómo empezó todo, cómo continuó, cómo vi en directo el impacto del segundo avión y el colapso de las dos torres. Recuerdo qué estaba haciendo, con quién hablé, qué hice después. Son cosas que no se olvidan.

A eso ayuda el terror. A generar huellas imborrables, heridas que no curan, cicatrices que no cierran. Dolor físico, emocional, colectivo.

El terror busca lacerar, paralizar, destruir, amedrentar y coaccionar. Y, sin embargo, puede existir una reacción contra el terror que produzca justo lo contrario. El terror puede unir, hacer reaccionar, hacer luchar y crear nuevos estados de ánimo. El terror quizás nunca deje de doler, pero quizás tampoco deje nunca de asombrar.

Hoy, el terror, 20 años más tarde, se siente casi igual de vivo, casi a flor de piel. Tanto lo bueno como lo malo. El dolor, en sí mismo, no es malo. Nos recuerda que seguimos vivos. Nos recuerda que otros ya no. Nos recuerda que somos memoria, lucha, unidad, sociedad, colectivo. Nos recuerda que, juntos, somos mucho más fuertes que entes individuales.

Un recuerdo para las 193 vidas perdidas. Que nunca se olvide.



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