¿Dónde están?

¿Dónde están mis ganas de escribir? Parece que se fueron sin volver, pero no, aquí están. Escondidas, guarecidas, esperando el momento oportunos. Ahora hablo en voz alta mucho más que antes, sin saber muy bien qué digo. Me quejo, y eso normal. Pero no sólo me quejo.

Las palabras me ayudan a dar forma a mis ideas. El mundo abstracto me da miedo, lo concreto me da seguridad. Es mi forma de ser, de entender las cosas. Las cosas abstractas, igual que las palabras, se las lleva el viento. Sin concreción, sin hechos, de poco sirven las ideas.

Dicen que la escritura acabó con la tradición oral de los pueblos. Y puede ser cierto. Pero también es cierto que el ser humano, en su deseo de perpetuarse a sí mismo y dejar una huella en la Historia, inventó la firma. O la huella en la luna. Viene a ser lo mismo, pero de una manera mucho más simple.



Antes la palabra de un hombre valía más, ahora si no hay un contrato de por medio, no sirve de nada, porque uno se puede desdecir. Y eso es triste. Pero sirve para saber cuando uno miente. Si no mintiéramos, si fuéramos mucho más leales, no haría falta la escritura. Con un apretón de manos valdría.

Durante siglos, la escritura estuvo monopolizada por unos pocos. Porque escribir da poder. No solo de perpetuarse, sino de compartir el conocimiento y las ideas. Y eso es peligroso para lo establecido. La escritura, como otra forma de arte, puede romper con el sistema y transformarlo. Por eso todas las personas deben aprender a escribir, porque nos permite cambiar el mundo. Que se logre o no, ese ya es otro tema.

Pero aquí estaban. Es ponerme y liberarme. Mis dedos recorren el papel y el teclado mientras atraviesan mi mente, atrapando ideas al azar y dándoles forma. No importan tanto la forma, sino el instante. Atrapándolas antes de que vuelvan al baúl del olvido, donde a veces removemos un poco. Habrá que remover más.



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