Prohibir el prohibir

Cada vez estamos más hastiados de la situación política en nuestro país. Vivimos en una campaña electoral permanente, haya o no gobierno, donde los mensajes se cruzan, las palabras se gritan y las promesas se incumplen. Vivimos en la eterna promesa y el insulto perenne.

Los políticos hacen uso de la inviolabilidad que les otorga la Constitución Española y el Reglamento del Congreso, que supone que no son responsables por la opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones parlamentarias. Se excluye, por tanto, la posibilidad de cometer injurias, calumnias, atentado al honor, etcétera. Es decir, que pueden decir las burradas que les de la gana, que no pasa nada. Ello hace que el ambiente se crispe, las declaraciones se conviertan en vejaciones al contrario y las posiciones se enfrenten.


Mientras, hay quienes hablan de prohibir. Prohibir los partidos que no les gustan, que opinan diferente, que apoyan la desobediencia civil, que buscan un mundo diferente. Prohibir decir determinadas cosas, la libertad de reunión, la elección al aborto, la posibilidad de decidir.

Prohibir es una cosa muy peligrosa que se puede volver contra uno mismo. De la misma manera que a uno le quieren prohibir expresarse, este rápidamente se alza para exigir que se prohíba hablar al otro. Y esto se vuelve una serpiente que se muerde la cola, donde los supuestos defensores de las libertades, individuales o colectivas, se convierten en adalides de la prohibición del contrario.


Tal vez no nos guste lo que otros dicen, ni lo que otros defiendan. Pero la solución no es prohibir. Todo el mundo tiene derecho a expresarse, porque nadie tiene la razón. Ni los unos ni los otros. Ni aunque usen bonitas palabras ni aunque utilicen las palabras más soeces. Nadie tiene la razón ni la verdad, porque depende de nuestros ojos, de nuestras ideas, de nuestro corazón.

Si algo hay que prohibir, debe ser el prohibir.


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