Realeza

Hace unos días salió en la prensa los resultados de una encuesta sobre la figura de la Corona en nuestro país, y se habló mucho de ello en las tertulias.

No deja de ser paradójico que el debate nunca llegará más lejos de allí, de las tertulias porque, nos guste o no, la Corona es una figura que está regulada en el Título II de nuestra Constitución. Para el que quiera profundizar en ello, que se lo lea.

No deja de ser un debate estéril porque, nos guste o no, las normas están fijadas y no se pueden cambiar, por mucho que nos empeñemos. Son las reglas del juego aunque no nos hayan pedido opinión. Y más allá del hecho de constatar que ya ha pasado una generación completa desde la Transición y que las nuevas generaciones no se sienten representadas por un sistema que ellos no han elegido sino que se les ha impuesto, no sirve de nada discutir sobre ello.


Hay partidos políticos que han hecho de la monarquía su bandera, y de la bandera su propio mensaje.
Como si amar a un rey o loar una bandera te hiciera mejor demócrata, mejor ciudadano o mejor persona. Quienes se escudan en figuras y no en argumentos son pobres de mente y de espíritu.

La monarquía es una institución anacrónica y desfasada, y para darse cuenta no hay más que mirar al resto de países europeos y desarrollados: todos son repúblicas, con la excepción de la siempre extravagante Gran Bretaña y un par de países nórdicos, en las que la figura del rey ni pinta nada ni sirve para nada.

Pero tristemente parece que esta encuesta y su resultado han salido a la luz para que podamos seguir tirándonos los trastos a la cabeza unos a otros y tensar más aún el actual estado de crispación política, sabedores sus autores de que el sistema es inamovible e inalterable. Hubiera dado lo mismo que nos hicieran opinar sobre los colores del parchís o los colores del ajedrez, que son los que son y no está en nuestra mano cambiarlos. Y el que quiera pintarlos, ahí tiene brocha, que no cambiará el fondo con una mano de pintura.



¿El debate es sano? Sí, lo es cuando tiene una función, cuando es enriquecedor, cuando aporta opiniones, cuando hace moverse a las ideas. Pero es estéril y nocivo cuando solo busca cabrearnos, enfurecernos y odiarnos entre nosotros.

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